lunes, 11 de junio de 2012

Aportes para pensar otras alternativas para enfrentar la versión del liberalismo económico hegemónico.


El liberalismo en sentido amplio suele dividirse en liberalismo económico, liberalismo político e, incluso, liberalismo filosófico. Para Giovanni Sartori, el liberalismo es político y no económico. Este autor propone que a esta última acepción se le llame por su estricto nombre: librecambismo.

Liberalismo político


Thomas Hobbes puede ser considerado como el precursor de la ideología liberal, por su teoría de la legitimidad del poder, impregnada de individualismo. El poder político se justifica a partir de un acto de voluntad humana racional, a partir del consentimiento individual. Lo curioso y paradógico de Hobbes es que termina legitimando, así, el poder absolutista del monarca (el Leviatán).

Pero es John Locke el verdadero iniciador de la teoría liberal. Su obra Segundo Tratado sobre el gobierno civil (1689) consagra la doctrina de la propiedad privada como salvaguarda de la libertad individual, la tolerancia religiosa, la distinción de los poderes legislativo y ejecutivo, la posible resistencia al poder público establecido cuando éste abusa contra los individuos, la teoría parlamentaria y de una monarquía constitucional (la de un rey limitado en sus poderes por los nobles y clérigos). Hay unos derechos individuales, anteriores a la constitución de la Sociedad y del Estado, que deben ser necesariamente respetados por el Estado. 




El Estado debe estar limitado en sus fines, al servicio de la voluntad de los ciudadanos. Y en el ejercicio del poder debe estar limitado por ellos, por la Ley y por los representantes legítimos del pueblo. Las ideas de Locke influirán directamente en los padres fundadores de la Constitución norteamericana (1787) y en los redactores de las distintas declaraciones de derechos humanos que vienen después. 


Bien ha resumido Sartori este liberalismo político cuando dice: “el liberalismo en su connotación histórica fundamental, es la teoría y la praxis de la protección jurídica de la libertad individual, por medio del Estado constitucional” [1]. Este liberalismo político se identificó pronto con la idea de democracia (el gobierno del pueblo y por el pueblo). Con alguna exageración, Kelsen llega a afirmar que “la democracia coincide con el liberalismo político”. [2]



Y es que el liberalismo representa una solución al problema de la democracia, tal como Rousseau lo formuló tan descarnadamente: los hombres nacen libres, pero están encadenados por doquier. 


Los varios tipos de democracia coinciden con el Estado liberal de derecho y sus cinco elementos: supremacía de la Constitución, separación de los poderes públicos, legitimidad del gobierno central, garantía de las libertades ciudadanas y derechos humanos, respeto a los resultados de los comicios periódicos como expresión de la voluntad ciudadana.


Pero sigue siendo válida la advertencia de Ortega y Gasset [3] de que “democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho público completamente distintas. La democracia responde a esta pregunta: ¿Quién debe ejercer el Poder Público? Y la respuesta es: la colectividad de los ciudadanos. El liberalismo, en cambio, responde a otra pregunta quienquiera que ejerza el Poder público: ¿Cuáles deben ser los límites del Poder? Y la respuesta suena así: el Poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado. Es, pues, la tendencia a limitar la intervención del Poder público".


Liberalismo económico
Pero el liberalismo político se alió pronto, y se reforzó, con el mercantilismo naciente y el ulterior capitalismo. La teoría liberal se constituyó en la filosofía de la burguesía (en lo social), en la filosofía por excelencia del capitalismo (en lo económico) y en la “mentalidad” dominante de la civilización occidental (en lo socio–económico y cultural). La tesis de la individualidad y la libertad no podía menos que favorecer la actividad lucrativa de quienes ya tenían y querían tener más, sin trabas, o con el mínimo de restricciones por parte del Estado.

Fue Adam Smith quien con su famosa obra Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776) - en el supuesto de que la economía está regida por unas leyes naturales inmutables-, consagra la máxima libertad a los individuos que buscan enriquecerse y sustenta que el Estado no intervenga en el plano económico o intervenga tan sólo al mínimo cuando así lo requiera el bien común de la sociedad. El Estado no debe meterse a regular el Mercado; el Estado debe limitarse al simple mantenimiento del orden y la defensa: laissez faire, laissez passer, dejar que las fuerzas económicas hagan y fluyan a su antojo.


Por este camino, a la par con las democracias occidentales, se formaron los grandes capitales, se conformaron los grandes centros capitalistas del mundo, con su secuela de injusticia social, de explotación de los pobres por los ricos en cada nación y de dominio colonialista por parte de las grandes potencias a nivel mundial.

La libertad individual produjo riqueza para unos y el capitalismo de las naciones; pero no produjo igualdad social, sino una inmensa brecha entre ricos y pobres.

Neoliberalismo y globalización
Tras la caída del llamado “Estado de Bienestar” (años 1980), en la era de Margaret Thatcher en Inglaterra, y de Ronald Reagan (en los Estados Unidos de Norteamérica), y muy especialmente tras el colapso del Comunismo estatista en la Unión Soviética y países satélites (1989 y siguientes), el mundo ha vuelto a mirar hacia el viejo liberalismo de Adam Smith, sin llegar a las exageraciones del liberalismo manchesteriano inglés. Más libertades para el mercado nacional e internacional, menos trabas de todo tipo, un menor Estado o menos intervencionista, globalización e internacionalización de la economía.

El liberalismo, debido a su etimología, da una idea de libertad que, en la mayoría de las mentes occidentales se asocia a una concepción bastante positiva de sus propuestas y de los resultados que propone. Sin embargo, a pesar de haber sido alguna vez una propuesta revolucionaria, es pertinente recordar que, una vez convertida en la doctrina de las élites gobernantes, muy pronto mostró sus límites y sus graves implicaciones sociales.

Desde muy pronto pudo notarse que las élites burguesas liberales trataron de limitar la participación política del pueblo; para ejercer los derechos políticos pusieron como requisitos la propiedad, la riqueza o hasta la raza. 


Por otro lado, la igualdad social no fue un postulado básico del liberalismo. Su defensa de la igualdad sólo hace referencia a la igualdad jurídica (todos iguales ante la ley), pero no intenta nada para paliar la desigualdad de fortunas, o los extremos ligados a ella.

El liberalismo clásico ni siquiera se molestó entonces por la cuestión de la equidad, esa noción que acepta que para competir en términos de igualdad en el mercado, en la política, en la educación, etc., es necesario tomar medidas compensatorias para los que han nacido en desventaja.

A finales del siglo XIX, las crisis económicas recurrentes, inherentes al mismo sistema económico liberal; los sucesivos y cada vez más fuertes movimientos sociales que pedían reformas, así como la aparición y extensión de las ideas socialistas, empujaron a algunos Estados a admitir reformas sociales y económicas heterodoxas desde el punto de vista de los liberales puros, pero necesarias en términos sociales y políticos. Tomar estas decisiones era aceptar, de hecho, las limitaciones políticas y sociales del liberalismo, aunque frecuentemente, más que debido a un afán reivindicativo, estas decisiones se tomaron para apuntalar el poder político de los gobernantes en turno.

Ya durante el siglo XX, con las crisis económicas que seguían apareciendo a los liberales no les quedó más remedio que reformarse. El llamado Estado benefactor trató de cumplir con su cometido de paliar las grandes desigualdades y brindar protección económica y social a la mayor parte de los ciudadanos, funciones que el liberalismo no contemplaba como parte de las obligaciones estatales, pues con éstas se interfería en las leyes naturales del mercado.

A partir de la segunda mitad de la década de 1970 se fueron fortaleciendo cada vez más los defensores del librecambio. Frente a los resultados cada vez más cuestionables de las políticas intervencionistas del Estado benefactor, los nuevos liberales (los neoliberales) pedían un regreso al sistema de librecambio. Debido a estas cuestiones, no debería extrañarnos que el nuevo liberalismo no promueva la equidad ni proponga soluciones a los extremos de pobreza y riqueza generados con la aplicación de sus principios.

El colofón a toda esta saga se encuentra hoy en la propia Europa y en los propios EEUU. que hoy día se encuentran sumidos en su propia marea liberal.

Valoración.
Libre mercado e injusticia social. Es un hecho objetivo y no una mera apreciación personal que los sistemas de economía de mercado -que han terminado por imponerse prácticamente en todo el mundo- si bien se muestran eficientes para crear riqueza, son injustos para distribuirla. Sabemos bien que el mercado tiene sus leyes propias, totalmente desvinculadas de consideraciones de tipo ético, social y político. De hecho, el mercado es un campo de relaciones de poder en el que los poderosos ganan y los débiles pierden.

El mercado es cruel porque excluye a los que carecen de bienes materiales para participar en él, porque castiga a los que no están en condición de competir y porque generalmente favorece el triunfo de los más poderosos y los más audaces. No cabe discutir que para superar la pobreza es indispensable el crecimiento económico, lo que las economías de mercado logran hacer. Pero el crecimiento, siendo necesario, no es suficiente para eliminar la pobreza, y si no se complementa con políticas eficaces de desarrollo social, aumenta las desigualdades.

El mercado, dejado a su propia dinámica y a sus propias leyes, no es ni puede ser un justo y equitativo distribuidor de riqueza. El mercado no tiende a la justicia sino a la mera ganancia. Encarna un anti valor moral. Las tan referidas privatización, globalización, internacionalización, cifras de crecimiento macro-económico, por sí solas siempre serán selectivas y discriminatorias. Favorecerán al que ya tiene y desfavorecerán a los que no tienen. Favorecerán más a los que tienen más y favorecerán menos a los sectores marginales y a las regiones y países periféricos. Es decir, consagrarán la injusticia social.

La reciente etapa de “mundialización” o “internacionalización” no es, así, más que una faceta de la vieja dependencia de los países periféricos respecto de los grandes centros de poder económico mundial.

¿Algo más de Estado? Sin recaer, ni mucho menos, en una apología de los pasados Estados omnipotentes o factótums, ante la nueva realidad de una hegemonía despótica del Mercado, tenemos que abogar  por algo más de Estado. El Estado no puede seguir perdiendo soberanía “por arriba”, ante la esfera internacional, ni “por abajo”, ante la sociedad mercantil interior.

Nuestro Estado-nación, en América Latina, no puede seguir ‘a la defensiva’ en la actual coyuntura neo-liberal. Los ciudadanos necesitamos de un Estado que intervenga y regule, que distribuya justamente, que equilibre las cargas, que impida la injusticia económica, que ponga barreras a lo internacional cuando éste intenta desmantelar o apropiarse de lo nacional. Y esto tanto más en un país que como el nuestro se ubica entre los países del hemisferio sur que siguen siendo altamente dependientes de las potencias económicas, militares y políticas del norte.

Estas consideraciones pueden ayudarnos a realizar un mejor análisis de los acontecimientos actuales, y para cuestionarnos los discursos triunfalistas que suelen esgrimir los liberales de hoy.

Referencias:


[1] Giovanni Sartori (1992): Elementos de Teoría Política, Madrid Alianza, p. 125.
[2]  H. Kelsen (1979): Compendio de teoría general del estado, Barcelona Blume.
[3] Ortega y Gasset (1925): Ensayo Ideas de los castillos: liberalismo y democracia, citado por M. Pastor (1989): Ciencia Política, Madrid McGraw–Hill, p. 89.
SHAPIRO, J. S., Liberalism: Its meaning and History, Princeton. N. J., 1958.
PALMADE, Guy, La época de la burguesía, Siglo XXI, México, 1998.
BERGERON, Louis, et al., La época de las revoluciones europeas, Siglo XXI, México, 1998.


 Historia del liberalismo como referencia

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